La Laguna de Rocha está a apenas diez kilómetros de La Paloma, pero el estilo de vida de las 15 familias que viven allí dista mucho de lo que pasa en el balneario. Los temas de conversación, las actividades y hasta los juegos de niños giran todos alrededor de una misma cosa: la pesca artesanal. La comunidad no tiene luz y hasta hace poco tampoco tenía agua corriente. Desde hace más de 50 años son las mismas familias de siempre, que reproducen el estilo de vida que la laguna les enseñó. Sobre todo los hombres, desde chicos aprenden el oficio de sus padres y, a pesar del sacrificio que implica, ninguno se atreve a dejarlo.
Por Lorena Maya y Carolina Delisa.
Mabel Pereyra dio con el tesoro rochense hace 14 años. Al principio no le dio el valor que tenía. "¿Quién no tiene una palmera en su patio?", dice, como si le estuviera restando importancia al butiá, fruto con el que ahora elabora unos diez productos diferentes. Para los habitantes de Rocha el butiá es mucho más que un coquito anaranjado con sabor agridulce. Desde niños aprenden a incluirlo en sus desayunos, meriendas y postres, y lo hacen con tanta normalidad que se sorprenden cuando conocen a alguien que nunca lo haya probado antes.
Al principio, la elaboración con butiá le requería a Mabel unos 100 kilos del fruto al año. "Era una pequeña industria lo que teníamos, como decir casero, en la cocina de casa", admite, y recuerda cómo fueron los primeros pasos de su emprendimiento Conservas del Este. Cuando llegaba febrero, Mabel recorría unos diez kilómetros desde Castillos, donde vive, hasta la Vuelta del Palmar, de donde la mayoría de los comerciantes se abastecen.
Están ahí. No necesitan pagar a un productor para conseguirlos. Es solo cuestión de llevar una manta, o una estera, ponerla en el suelo y comenzar a sacudir los cachos -las ramas-, para que los maduros empiecen a caer.
Entre ella y su marido, Juan Nogueira, pasaban una mañana entera, o una tarde, sacudiendo cachos de palmera. Juntaban sus 100 kilos de butiá y se iban a procesarlos. El licor fue lo primero que salió de Conservas del Este. Después se incorporó la mermelada, la jalea, el chutney, el dulce de corte, las pasas, los bombones y el licor con miel. Todo a base de butiá. Ahora sí, el coco anaranjado, tan familiar y abundante en Rocha, comenzaba a adquirir un valor mucho mayor para la familia de Mabel.
En Rocha hay unas 70 mil hectáreas de palmares. Pero son apenas unas 30 familias que viven de esa pelotita de dos o tres centímetros de diámetro.
Uruguay conoce los palmares desde hace 2.500 años. Los que ahora se ven a los costados de la ruta 9 tienen unos 300 años de vida, según el Programa de Conservación de la Biodiversidad y Desarrollo Sustentable en los Humedales del Este (Probides). Desde la época de la colonia se usaban las palmeras para formar corrales que cercaran al ganado, muchos de los cuales todavía se pueden visitar. Se le hacía un hueco al tronco y se le daba allí agua y comida a los animales. Con las hojas se hacían techos. Con su fibra se hacían alpargatas y hasta relleno de muñecas, recuerda el investigador Néstor Rocha, en el documental Butiá: las voces del Palmar.
Y después vino el café de almendras de butiá. Y el aceite de almendras de butiá. Y las canciones populares. Y los poemas. Y el escudo de Castillos. Y todo en Rocha parece tener forma redonda y anaranjada, con sabor agridulce. Para los emprendedores de butiá el apego es todavía más fuerte.
"¿Viste cuando tú tienes algo escondido, un tesoro, que nadie lo ha descubierto?"; con esta pregunta Juan intenta explicar su miedo y de su compañera de que se instale una gran industria del butiá en Rocha que termine desplazándolos. "Si mañana descubres una cantera de diamantes en el fondo de tu casa, es tuya. Pero si el Estado se entera, te la expropia. Bueno, con el butiá es lo mismo. Es muy exclusivo", agrega.
Cuando el emprendimiento de Mabel y Juan empezó a crecer, los 100 kilos de butiá al año no representaban ni la trigésima parte de lo que procesan ahora. Entonces apareció Miguel Ángel Corbo, un vecino de Castillos que se dedica a recoger los frutos del palmar y venderlos en la zona.
Una vez que los frutos empiezan a salir -en febrero, y hasta finales de abril- Corbo recorre todos los días los palmares en su carro tirado por un caballo. Si le compran por mayor, como lo hace Mabel, el precio es de $12 el kilo. Pero quienes compran en la ruta deberán pagarlo entre $25 y $30.
Es que la ruta tiene su costo. El calor del asfalto en el verano, los rayos del sol o las tormentas hacen que la estadía sobre la ruta 9 sea poco deseable. Aunque Miguel Ángel está acostumbrado. "Vamos con todo, llueva o truene. Llevo una sombrilla igual", se jacta. La venta en la ruta 9 es un clásico para quienes recogen los cocos anaranjados. Raquel Mació también empezó desde chica vendiendo en el kilómetro 282, junto con su madre, que se dedicaba a las conservas. Con Rosa Martínez formó la cooperativa El Brocal, que vende conservas a base de butiá en comercios de la zona.
A diferencia de Mabel, son ellas mismas quienes van a buscar los frutos a la Vuelta del Palmar. Como las palmeras están plantadas en campos privados, muchas veces tienen que pedir permiso a sus dueños para meterse y llevarse los coquitos. "Yo soy propietaria de 18 palmeras", reivindica Raquel. Las tiene en un terreno que heredó de su padre, y eso le facilita parte del trabajo.
La densidad de los palmares varía entre 50 y 500 palmeras por hectárea. Tan juntas, una al lado de la otra, parecen inmortales, como si ese tesoro rochense fuera a estar ahí siempre. Pero la verdad es que cada vez son menos.
Según la ingeniera agrónoma Mercedes Rivas, especializada en los palmares de Rocha, las palmeras están en "extrema vulnerabilidad", porque, a pesar de tener cientos de años, no ha habido regeneración. Se muere una palmera por hectárea al año. En otras palabras, cada año hay unas 70 mil palmeras menos. El ganado es uno de sus principales enemigos: se come los brotes de las palmas pequeñas y no deja que la especie se regenere. Cada brote demora unos diez o doce años en transformarse en palmera.
Este problema se detectó hace varias décadas, pero todavía no se ha implementado ninguna política efectiva para su conservación, explica Rivas en el texto La conservación de los palmares de Butiá capitata y el desarrollo local sostenible.A Raquel no le importa este asunto. "Va a pasar mucho tiempo antes de que los palmares se extingan por completo", argumenta.
Mabel, en cambio, tiene miedo. Sabe que a ella no le va a tocar ver la desaparición del butiá, pero se preocupa por los que vengan después. Por eso siempre que puede, su marido desparrama bolsas de coco en los campos que dan a la ruta, para que, en un futuro, las palmeras vuelvan a crecer. "Alguien en algún momento las va a utilizar. Porque alguien los plantó primero", razona, mientras mira una palmera en la vereda de enfrente, que hace 40 años era apenas un brote.
Un camión de Blue Patna da la bienvenida al pequeño poblado de Cebollatí. A 14 km, en la zona rural de esta localidad del norte de Rocha, Wilder de Ávila recorre su chacra en un viejo tractor. Aunque es sábado, trabaja desde temprano en la mañana para retirar el agua que se ha acumulado en sus 30 hectáreas. Ya es la segunda semana de octubre y todavía no ha podido sembrar el arroz debido a las lluvias incesantes. Una situación que sufren, y que mantiene expectantes a todos los habitantes del pequeño pueblo.
Todas las semanas que pasan sin poder plantar el arroz, la producción baja entre un 5% y un 10%, dice De Ávila. Y en Cebollatí, "todo gira alrededor del arroz".
Con solo 1.600 habitantes y no más de 40 manzanas, Cebollatí es la zona de mayor concentración de cultivos de arroz del país, un sector que fue en 2012 el tercero más exportado de Uruguay y que lo posicionó como el séptimo exportador mundial de este cereal, según un informe de Uruguay XXI.
Ser productor o trabajar como peón en una chacra es casi la única fuente laboral de este pueblo del interior, con unas pocas casas y ranchos de paja construidos alrededor de una plaza. Y hasta la poca ganadería que se practica en la zona depende de esta producción, ya que se utiliza el agua de los canales de arroz para dar de beber a los animales, explica el director regional de la Asociación de Cultivadores de Arroz (ACA), Rito Jara.
José Carlos, padre de Wilder, comenzó a trabajar como peón en una arrocera a fines de la década de 1970, cuando se araba a mano, con un arado de hierro, y si se sacaban ì5 mil kilos, tiraban manteca al techo, cuenta De Ávila. En ese entonces Wilder tenía cinco años, pero la producción arrocera ya formaba parte de su vida. ìMe le escapaba a mi madre con la ropa de la escuela y me subía arriba del tractor, relata. Así pasaba las tardes enteras, trabajando en las plantaciones de arroz.
"Soy mecánico, peón, patrón", dice Wilder, pero lo que se saca de producción depende de todo menos del productor. "Tú pones el riesgo y dependes de la suerte". Por "suerte" se refiere a que no llueva cuando es tiempo de siembra, a que llueva cuando se necesita mantener húmedo el cultivo, a que salga el sol también en el momento adecuado, y a que los camiones recojan el arroz antes de que se caiga la planta.
Eso, explica Raúl Acuña -quien produce arroz en Cebollatí desde hace 26 años y antes trabajaba en una arrocera- "es todo una historia". Con la mayor tecnología se logra una mayor cosecha y los camiones no dan abasto para buscar las bolsas de arroz. Las plantas se caen, los granos se desperdigan en el campo y se humedecen más de la cuenta, lo que lleva a las industrias a aplicar multas, es decir, a descontar un porcentaje del precio que pagan a los productores por bolsa de arroz.
Solo Cebollatí produce la mitad del arroz en el departamento y el 10% de toda la producción nacional -unas 15 mil hectáreas-. Concentra además un total de 60 productores de los 512 que hay en el país, explica el director regional de ACA. Los terrenos llanos de esa zona del país son propicios para el arroz, y tiene además acceso fácil a la Laguna Merín para obtener el agua que se necesita para el riego.
A pesar de que los días ideales para la siembra son los primeros de octubre, a mediados de noviembre todavía muchos productores de Cebollatí continuaban en esa tarea. "Cada cuatro días, cuando quieres secar las tierras, llueve", asegura Jara. Pero ese no es el único problema: el mercado tampoco propone una buena perspectiva. Dados los conflictos en los países árabes, todavía no se ha podido vender toda la cosecha de 2013, por lo que el precio también ha bajado. "Se puede perder un 20%, que es mucho", explica Jara, ya que ni siquiera "andando bien" se llega a una ganancia del mismo porcentaje.Los arroceros dependen también de los molinos, dueños de los sistemas de riego y quienes les dan en préstamo los insumos para plantar el arroz, lo que los obliga a venderles hasta el último grano de la producción.
"El arroz mueve todo, porque acá no hay otro trabajo, otro modo de vida", afirma Acuña. Eso, dice, afecta directamente a la economía de "la capital del arroz", como se lo conoce a Cebollatí. Lo mismo asegura Jara y explica que es un reflejo de cómo le va a la producción arrocera. Afirma que producir arroz cuesta el doble que cultivar otros granos secos y que además "mueve mucho dinero" y personal, entre mano de obra directa e indirecta, por la compra de insumos, fletes, repuestos de maquinaria y otros servicios.Al hablar de la economía, Acuña recuerda de inmediato dos años críticos para el pueblo, en que las arroceras pagaron a los productores US$6 cada bolsa de arroz, pero después, por un reajuste el precio real quedó en US$4,80. "Lo que nos habían pagado no era cierto y nos tuvieron que descontar plata de la cuenta", explica. Al año siguiente sucedió lo mismo y "las deudas fueron grandes".
Es que productores y molinos tienen un acuerdo por el que se paga un estimativo de la producción al 30 de junio de cada año, cuando el arroz no está totalmente vendido y por tanto, en febrero se reajustan los precios dependiendo de cuánto y a qué precio realmente se vendió.
Durante esos años, De Ávila debió reducir su producción de 90 a 50 hectáreas, una baja de la que nunca pudo recuperarse. "Se cae el arroz y Cebollatí anda muerto", afirma. Es "horrible -agrega Acuña- lo sienten todos los comercios. Bajan las ventas de todos".
Sin embargo, "aunque al final se termina comprando fierros y más fierros" -por las máquinas-, ambos afirman que trabajar la tierra es su opción de vida.
Tanto es así, que Acuña guarda como trofeo una espiga de arroz por cada año de producción. Las tiene colgadas en la pared de su escritorio, cada una identificada con su fecha. La primera es del verano de 1986 y a˙n hoy cuenta con gusto que aunque es sacrificado, no podría trabajar en otra cosa que no fuera en los campos.