El supermercado y los deliveries es adonde acuden los uruguayos cuando de alimentación se trata. Pero para Ángel, esa vida no era suficiente. Fue así que decidió romper las reglas y mudarse a orillas del Río Negro, en el límite entre Tacuarembó y Cerro Largo, hace ya 30 años. Vive de lo que caza con una escopeta y trampas hechas por él mismo. Pesca con redes que tensa de un lado a otro del río y recolecta frutas de algunos árboles. Algunas veces carga una bolsa con carne de mulita, carpincho o pescado y sube a un ómnibus de los que comunican a Melo con Tacuarembó por la ruta 26, para intentar vender la carne en los pueblos cercanos. Hace algunos años adquirió la carpa en donde hoy duerme -antes lo hacía a la intemperie- y hace pocos meses logró comprar un motor para su bote, con el que llega desde su casa al puente Aguiar en una hora. Antes de eso, lo hacía a remo, en el doble de tiempo. Tiene un celular con el que se comunica con su familia y tres baterías que carga en casas de vecinos. El monte le proporciona todo lo que necesita para vivir. Su único testigo es el río.
Por Florencia Berruti y Lucía Núñez.
Alfred Regehr maneja su camioneta por un camino de tierra. A los costados solo se ven grandes extensiones de campo y vacas. Contesta una llamada en español pero la conversación sigue en alemán. Al llegar al destino indica: "Esto es el centro de la colonia". Se ven algunas casas, una iglesia, una escuela y un centro de reuniones. Al lado, hay una roca de la altura de una persona. Tiene la forma de Uruguay y en el centro una placa con distintas inscripciones: "Gracias a Dios", "Bis hierher hat uns der herr Geholfen". Y la traducción en español: "Gracias al Pueblo uruguayo y a los fundadores". "Hasta aquí nos ayudó Jehová".
La roca pertenece a Colonia Delta, una comunidad alemana de productores de leche. Además de las palabras, en la placa aparecen grabados los años 1955 -momento en el que los inmigrantes llegaron a ese lugar del país- y 2005, fecha de conmemoración de los 50 años de la colonia. Se encuentran en el departamento de San José. Al norte, la ruta 1. Al sur, el Río de la Plata. Al oeste, el arroyo Pantanoso. A pocos kilómetros, el pueblo Ecilda Paullier.
Al mirar un mapa de Uruguay, el punto que marca la ubicación de este territorio coincide con la zona de mayor producción lechera del país. Según las últimas estadísticas de producción láctea del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca, correspondientes a 2012, la mayor distribución de tambos en los últimos años se encuentra en los departamentos de Florida, San José y Colonia.
Al igual que muchos de los que hoy viven en Colonia Delta, Alfred empezó a trabajar con su padre en el tambo de la familia cuando era niño. Fue a la escuela de la colonia, al liceo en Nueva Helvecia y estudió en la Escuela Agraria Libertad, en San José. Cuenta que la primera generación de inmigrantes tenía 1.400 hectáreas. Hoy esa cifra se duplicó.
En el interior de uno de los tambos, un hombre limpia la maquinaria con la que hace pocos minutos ordeñó a sus vacas, que ahora pastan afuera. Saluda sonriente a Alfred en alemán y continúa su trabajo.
Los primeros colonos comenzaron la producción de leche con una sola vaca. Desde ese momento, el negocio ha ido en aumento y hoy en esta comunidad se producen 50 mil litros de leche por día. Si se multiplica ese número por 365 días, el resultado representa el 1% de la producción lechera nacional por año, según los datos del Instituto Nacional de la Leche.
También trabajan en agricultura, pero más que nada para producir alimento para vacas. Son 25 las empresas que trabajan en la lechería y aproximadamente la mitad vende su leche a Conaprole.
Alfred saluda a algunas personas que aparecen por las calles de tierra: "¡Guten tag!". De una de las casas sale un hombre con camisa a cuadrillé blanca y bordeaux, pantalones de tiro alto y tiradores. "Él es mi padre", indica Alfred. "Vinimos a Uruguay en el año 48", cuenta Ernest Regehr, que llegó al país con 11 años en 1948. En el salón que se usa para celebrar los festejos, los mapas y fotos sobre la pared reconstruyen parte de la historia de los inmigrantes alemanes que llegaron a Uruguay después de la Segunda Guerra Mundial. Un contraste de imágenes oscuras en blanco y negro y otras llenas de colores vivos, al igual que la travesía de los colonos.
Un mapa de casi dos metros de largo y uno de ancho con colores gastados muestra la zona de Alemania de donde vinieron Ernest y los demás colonos. Hoy esa localidad pertenece a Polonia porque es parte del territorio que ese país recuperó por las tierras conquistadas por la Unión Soviética durante la guerra. Algunas fotos de las que bordean el mapa ilustran la vida en Alemania de los que luego llegaron como inmigrantes a Uruguay: casas con techos de paja, la iglesia menonita, carros tirados por caballos y familias en grandes extensiones de campo rodeados por chanchos y vacas. Luego, otro mapa muestra un detalle de la costa uruguaya. Colonia Delta aparece marcada con color verde. Al lado, sobre el mar, una imagen del barco a vapor que transportó a los inmigrantes alemanes, el Volendam.
Al finalizar la guerra, Ernest y el resto de los colonos fueron trasladados a Dinamarca. "Estuvimos tres años y medio en campamentos encerrados", recuerda. El 27 de octubre de 1948, el Volendam llegó a la costa uruguaya y los colonos comenzaron una nueva vida en América. "Estuvimos dos años en Colonia y después en Arapey, donde hoy se encuentran las termas, eso era parte del, ¿cómo se dice?". "Destacamento militar", responde su hijo Alfred. "En Colonia estuvimos en un galpón bastante amontonados pero no lo pasamos tan mal, éramos chiquilines, yo tenía 11 años", continúa su padre. Más tarde, los colonos compraron un campo en Río Negro, donde hoy se encuentra la colonia alemana El Ombú. En ese período, Ernest estudió en la escuela agraria de Fray Bentos. Cinco años más tarde, en 1955, se fundó Colonia Delta. "Tenía apenas 18 años y fui uno de los primeros colonos", expresa con orgullo.
En el salón de fiestas existe un tercer mapa, más pequeño que los otros dos. Muestra el territorio de Colonia Delta y la división en 40 fracciones que se hizo en la época en la que se mudaron a esa localidad. Cada parcela tiene el nombre de quien hacía cabeza en la familia. Una de ellas indica "Ernest Regehr", quien tuvo que esperar una semana a cumplir los 18 años para adquirir el terreno.
"No traíamos casi nada, pero venía con nosotros una donación de Norteamérica, que habían mandado las iglesias menonitas. Cuando terminó la guerra tenía 8 años y hasta los 11, que viajamos, no tuve ropa nueva. Imagínese cómo estaría esa ropa", enuncia Ernest.
Al llegar a Uruguay, los inmigrantes se dedicaron a lo mismo que en su país de origen: la lechería y la agricultura. "En Alemania, nuestros antepasados también lo habían hecho", argumenta Ernest. En El Ombú empezaron con una vaca. Después de dos años, tenían seis, que fue con lo que comenzaron en Colonia Delta. "Cuando yo dejé de trabajar tenía 50 vacas en ordeñe, y algunas secas, y mi hijo ahora está ordeñando 100 vacas", declara con orgullo. El colono explica que en los campos chicos la lechería es lo que mejor funciona.
La cooperativa lechera que se formó tuvo no solo el fin funcional de organizar el trabajo sino que sirvió también, al igual que la iglesia y otros elementos de la colonia, para unificar a las primeras familias de colonos que llegaron al país y a perpetuar su cultura. "La cooperativa se formó porque no teníamos nada. Vinimos muy pobres a Uruguay. Vinimos muchas familias de mujeres con niños, sin esposos. En la Segunda Guerra Mundial cayeron muchos hombres, era obligatorio ir a pelear, no había otra. Somos de la misma zona de Alemania y ahora estamos otra vez todos juntos.
Perdimos todo allá, nuestros campos, nuestra gente, a mi padre también. Acá, la Iglesia, las cooperativas, el trabajar juntos, nos une. Porque solos no éramos bastante fuertes", explica Ernest. "Era una necesidad trabajar juntos", concluye Alfred.
Uno de los pilares de la cultura de los habitantes de este territorio, que han logrado mantener gracias a la colonia, es la fe menonita. En el centro de la localidad aparece, entre la escuela y el salón de fiestas, la iglesia de color celeste pastel con una gran cruz latina de vidrio en la parte central superior. En el interior, se ve en el fondo un ambón de madera y una cruz en la pared. En los bancos, también de madera, aparecen biblias y auriculares. Estos últimos sirven para traducir la prédica al alemán o español según sea necesario. En la parte del coro, se ubica una cámara que filma la ceremonia para que pueda ser transmitida al hogar de ancianos. Alfred toma uno de los libros de los bancos y se sienta en un piano que está adelante a la izquierda. Abre el libro y comienza a tocar siguiendo los acordes indicados. Cuenta que cuando era más joven siempre tocaba el piano en la iglesia. Ahora, algunos jóvenes han asumido ese papel pero no usan tanto el piano sino el teclado. "Incluso a veces tocan la batería", cuenta Ernest.
Detrás de la iglesia, un perímetro de árboles delimita el cementerio. Una señora camina entre las lápidas. "Ella fue mi maestra siempre", explica Alfred. La señora se acerca y con una gran sonrisa cuenta que fue la maestra de la colonia por 29 años. Ahora ya no trabaja y dedica parte de su tiempo a limpiar las lápidas. Los primeros colonos y sus hijos fueron sepultados en Ecilda Paullier, el pueblo más cercano, en donde está enterrado un hermano de Alfred. Luego, consiguieron el permiso para tener un cementerio en la colonia.
La realidad de la colonia, que permite mantener viva la cultura que trajeron los primeros colonos en el barco a vapor a mediados del siglo pasado, depende de que las nuevas generaciones continúen con el negocio que empezaron sus abuelos y siguieron sus padres. Ernest comenzó a ordeñar vacas para sacar adelante a su familia cuando era todavía muy joven. Alfred siguió los pasos de su padre y hoy dirige toda la producción lechera de Colonia Delta. Su hijo mayor está todavía en el liceo y afirma que quiere estudiar Agronomía.
Amanece en San Jacinto (Canelones). La quietud y el silencio que caracterizan al campo hacen que todo parezca estático. Sin embargo, la rutina está en marcha desde temprano. En la chacra de Daniel Ponce de León, los peones cargan las pesadas en sus espaldas, mientras recorren las plantaciones extensas de cebolla. Por el otro lado, la chancha está tirada en el piso dando de comer a sus crías, las verduras crecen y crecen en el invernadero, el agua corre en el tajamar y el ganado pasta como todos los días. La chacra está llena de vida. Daniel mira el panorama desde la puerta de su casa. Se lo ve a gusto. Mejor dicho, orgulloso. Pero sin intención de tomar un descanso merecido, se coloca su sombrero y empieza a trabajar.
Para Daniel, el campo es mucho más que un trabajo o un estilo de vida. Fue su destino y recompensa. Criado en Montevideo, donde "todo era asfalto y edificio", sus contactos con el ámbito rural habían sido esporádicos. Algún que otro fin de semana cuando la familia se reunía en la chacra de su abuelo y él, junto con sus primos, aprovechaban la hora de la siesta para escapar al viñedo y comer uvas bajo la sombra.
En su adolescencia su padre adquirió una chacra y aprendió las nociones básicas de labrar la tierra. Le hubiera gustado cambiarse a la Facultad de Agronomía, pero sus estudios en Arquitectura ya estaban avanzados y creyó que no era conveniente. Quizá, si lo hubiera hecho, no tendría el mismo sentido contar su historia.
La historia de Daniel es una de esas excepciones a la regla. En el Uruguay agrícola ganadero, la vida agreste rara vez es la primera opción de los ciudadanos. A pesar de que la superficie rural es mayoría en el total del país, el 95% de la población se concentra en áreas urbanas como reveló el último censo (2013). De un poco más de 3 millones de habitantes, la población rural es de casi 176 mil personas.
La concentración de servicios y personas en las ciudades hace habitual el traslado de habitantes del campo a la ciudad, en busca de una mejor calidad de vida. Sin embargo, en escala más pequeña, algunas personas optan por hacer el camino inverso. Decir "basta" a las exigencias de la vida urbana y encontrar alojamiento en la tranquilidad del campo, para cambiar el asfalto y edificio por las praderas interminables.
A Daniel de joven nunca le faltó nada. Su familia era de buena posición social y económica, humilde y cristiana. Sin embargo, la fe y enseñanzas de su padre lo marcaron y lo llevaron a buscar una vida distinta y a "ser coherente con lo que uno piensa". Aunque eso implicara tener que renunciar a las comodidades a las que estaba acostumbrado y poner en peligro su vida.
"Cuando estaba por casarme le pedí a mi padre que me ayudara a buscar un trabajo en la fábrica y él me dijo que no, que tenía que encargarme de la chacra. Yo estaba convencido de que quería estar en una fábrica, así que lo ignoré", dice y cuesta creer que sea cierto. La tierra que está impregnada en sus manos de trabajar la huerta y la forma en que habla sobre los ciclos de los vegetales, da la idea de que ese siempre ha sido su hábitat natural.
Para él, los comienzos se remontan a su actividad como militante estudiantil, político y gremial. Años que le dejaron muchas anécdotas, cicatrices en la cabeza de alguna que otra huelga, y el encuentro con su esposa.
En 1974 una bomba estalla en el anfiteatro de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de la República (UdelaR) y acaba con la vida de un estudiante y militante de los Grupos de Acción Unificadora (GAU), un movimiento de izquierda del que Daniel era parte. A partir de ese momento, las Fuerzas Armadas dieron inicio a las capturas y allanamientos en las casas del resto de los integrantes. Entre ellos, la de Daniel.
Con el peligro pisándole los talones, se vio obligado a exiliarse a Buenos Aires para continuar con su vida. A los tres años y medio, 18 de sus compañeros de exilio desaparecieron y su hermano fue preso. Con un sexto hijo en camino, Daniel decidió volver a emprender viaje. Primero a Brasil, donde la dictadura también seguía su curso, y luego a Holanda junto a otras familias uruguayas bajo la protección del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).
Sin embargo, a pesar del miedo a la persecución y la necesidad constante de permanecer en estado de alerta, Holanda no solo le ofreció a Daniel la oportunidad de resguardar a su familia sino también de reencontrarse con un sueño que había comenzado a olvidar: el campo.
"Más que trabajar en la huerta, lo que me marcó fue vivir en un pueblo chico que tenía una cultura campesina", cuenta Daniel al recordar los años que marcaron su pasión por la vida agreste. Al llegar a Holanda, las intendencias alquilaban terrenos vacíos para los interesados en tener su propia huerta y Daniel aprovechó la oportunidad para salir de la rutina y tener comida en su hogar, a pesar de que "nunca había plantado una lechuga".
Con el tiempo, fue aprendiendo todo lo que necesitaba saber sobre labrar la tierra e incluso más, ya que en Holanda utilizaban métodos que en Uruguay no existían. "Aprendí a hacer compost -abono orgánico- y me acuerdo de que les decía que en Uruguay eso todavía no existía. Se usaba el abono clínico -fertilizante- o se cultivaba la tierra y después que se agotaba se la prendía fuego para quemar los yuyos", cuenta.
Lo que comenzó como una actividad para tener comida en la mesa, terminó por presentarle a Daniel una nueva realidad: la necesidad de trabajar la tierra en su país de origen.
"En Montevideo todo era importado y lo único que se hacía era carnear vacas para venderlas. Lo que se podía producir en la tierra era mucho más y aun así estaba despoblado. En Holanda -que es la quinta parte de Uruguay y tiene 16 millones de habitantes- la gente vivía en el campo, donde no había edificios altos como en Montevideo. Esa necesidad la mamamos en un país con esa esencia agrícola".
De esta manera, Daniel y demás compañeros exiliados comenzaron a planificar su regreso a Uruguay y el impulso de la actividad agropecuaria. Llegaron a planificar la creación de un falansterio -concepto del socialismo utópico- que consistía en una especie de cooperativa entre familias productoras. En conjunto, construirían viviendas y trabajarían la tierra. Cada familia tendría autoridad en su propia casa y podría dedicarse a otras profesiones, siempre y cuando se dedicaran ciertas horas al trabajo de campo y la producción de alimentos. Su familia fue de las primeras en regresar al país, pero a pesar de sus anhelos, la situación económica lo obligó a permanecer en Montevideo mientras su esposa se reincorporaba a la Medicina. Tuvieron que pasar 14 años para que Daniel pudiera retomar el sueño al comprar un campo en San Jacinto.
El campo era grande pero descuidado, muy alejado de la imagen que traían de Holanda. "Había que poner la luz, arreglar el camino de entrada, hacer del rancho una casa habitable. Solo traer energía me costó U$S10.000, a pesar de las conexiones que hizo UTE. Tuve que pedir un crédito en el banco para poder hacerlo".
Durante los primeros tiempos, Daniel se dedicó a la ganadería y a la producción de boniatos y cebollas junto con un vecino. Al mismo tiempo, importaba maquinaría agrícola de Holanda para comercializar. Los resultados fueron buenos durante cinco años, hasta que Brasil paralizó la venta. Sumado a eso, el brote de la aftosa en 2002 puso a Daniel contra las cuerdas. "Casi pierdo todo hasta que de a poco pude ir liquidando deudas, vendiendo maquinaria a precio de costo o monos", agregó.
Superada la mala racha Daniel continuó con la producción y se animó a dar un paso mas: convinar sus dos paciones (la militancia y el campo) en busca de un mismo fin. "Cuando gana el Frente Amplio yo pensaba que era el momento de ayudar a nivel político. No solo partidario, sino de organizar la sociedad civil y buscar un desarrollo en el noreste de Canelones". Primero, incentivó la formación de la Sociedades de Fomento Rural, que hasta el momento estaban cerradas; luego, colaboró para reflotar las Asociaciones de Productores Familiares. Hoy, Daniel también integra la Comisión Honoraria Pro Erradicación de la Vivienda Rural Insalubre (MEVIR). Sus últimos siete años han sido dedicados a la militancia rural. Aunque ya lleva 70 años cumplidos y una historia agotadora detrás, no tiene intenciones de descansar.
Limones que caen del árbol. Bolsas de carne congelada que se acumula en un freezer. Choclos, tomate, morrones, repollos y un fruto desconocido traído de México crecen en un viejo invernadero de nailon roto que exige un cambio. A la hora de servir los platos, todos esos alimentos están presentes.
La situación es atípica incluso el interior del país, donde el 24% del consumo se destina a la carne y solo el 13% de lo que se come son frutas, verduras y tubérculos, según la Encuesta Nacional de Gastos e Ingresos de los Hogares (2006). "Llevar a la mesa las verduras hechas por vos tenía un gusto muchísimo más rico que aunque fuera exactamente lo mismo hecho por otro", dijo.
Para Daniel, lo principal es apuntar a una producción lo más orgánica posible, por ejemplo, al colocar una colmena cerca de las plantaciones de cebolla para que las abejas se ocupen de polinizar las plantas. Sin embargo, las hormigas que atacan los cultivos suelen hacer difícil esa meta. Daniel recorre las plantaciones, atento a la aparición de estos insectos. Cuando descubre un hormiguero marca la zona para regresar luego y poner veneno. No le gusta hacerlo, pero sabe que no tiene otra solución.
"Nosotros comemos de todo y muy barato. Usamos bastante verdura y es lo que producimos en el invernáculo. Lo mismo la carne de vaca y cerdo. Hay un vecino que planta muchas zanahorias y cuando preciso voy y agarro", cuenta con toda naturalidad, como si la pregunta sobre qué comen fuera absurda. La chacra tiene todo lo necesario: luz, agua, gas e incluso internet. En caso de precisarlo, llegar al centro de Montevideo lleva, como máximo, una hora en auto. "Acá tengo mejor calidad de vida que viviendo en Carrasco", reflexiona.
Daniel sigue recorriendo el predio. Señala cada plantación, cada árbol, cada edificación que fue construida por él. Recuerda todas las fechas, las motivaciones y las travesías que tuvo que hacer para que su chacra sea lo que es. "La venta de maquinaria y mi estabilidad económica fue lo que me permitió dedicarme a eso. Es imposible que sea una actividad para hacer solo, necesitás ayuda porque es una serie de cosas que llevan su tiempo", argumenta.Corta la conversación para ir a ver a los peones y dar indicaciones. Mientras camina se detiene para acomodar alguna planta torcida y para mirar el panorama de paz que finalmente lo rodea. "Solo del campo no puedo vivir", reflexionó minutos antes y la frase hace eco en aquel ambiente. Y sin embargo, así vive.