No llegan a la pileta de la cocina, no tienen permitido usar cuchillos afilados y todavía tienen dientes de leche. Sin embargo, ya dan sus primeros pasos para convertirse en cocineros. Petit Gourmet es una iniciativa de Diego Ruete, un maestro de jardinera apasionado por la comida natural que notó que los niños que crecían alejados de los ingredientes y de la cocina luego se convertían en adultos poco saludables. Una vez por semana trabajan la huerta y cocinan un plato nuevo.
Por Alejandra Pintos y Antonio Ruchey.
Como un ritual que repite cada mañana de domingo, Hugo Soca, chef del restaurante francés Sucré Salé, recorre la feria orgánica en busca de algo que le llame la atención. Mientras camina por ese callejón del Parque Rodó, al lado del club Defensor Sporting, comenta que para él es vital utilizar todos los sentidos. Su guía son los colores y el aroma.
El chef se acerca a un puesto y toma unos tomates corazón de buey. Aún no sabe qué plato va a preparar con ellos pero son una rareza que no puede dejar pasar. Los sostiene en sus manos, los palpa para comprobar que estén maduros, y elige una decena. Puede parecer una cantidad despreciable para un restaurante, pero Soca prefiere llevar unos pocos de distintas variedades. Es que cada uno de ellos es ideal para una preparación diferente. Algunos son más suaves, otros más ácidos; unos van mejor con una pasta, otros con ensalada. Mientras el feriante pesa la compra, Soca ve unos tomates negros y se emociona. “Es una variedad muy dulce e intensa. Son difíciles de conseguir”, explica y apenas paga se dirige hacia ellos.
Muchos de los vendedores lo reconocen y le preguntan qué va a cocinar con su producción, algunos incluso le sugieren recetas. Sigue su ruta con la mirada atenta y escucha al pasar los diálogos entre productores y clientes; de vez en cuando interviene para dar recomendaciones. En otro puesto compra flores de zapallo y el vendedor, un italiano radicado en Uruguay, le recomienda saltarlas en manteca e incluirlas en la pasta. Más adelante, Miguel, un anciano simpático, le guarda un regalo: vainas de ocra, una planta originaria de África. Soca toma las pequeñas vainas verdes, las observa, las huele y repasa su textura con el dedo. Se muestra muy agradecido con el productor y le pregunta cómo se cocinan. “Vos sos el chef”, le contesta entre risas Miguel. Con las manos llenas de bolsas y la mente concentrada en los platos a preparar, el cocinero abandona la feria y se dirige a su restaurante.
Ya en su cocina, a unas diez cuadras de la feria, Soca reflexiona sobre por qué elige comprar en la feria orgánica. “Mis orígenes son del medio rural, de chico me familiaricé con lo que es el producto. Desde que se empezaba a revolver la tierra para hacer el surco, poner la semilla, después verlo nacer, cultivarlo, protegerlo del sol, de los insectos, hasta cosecharlo. Hoy en día sigo buscando el producto. No me gusta usar enlatados ni conservantes”, comenta.
Esto se ve reflejado en el menú de Sucré Salé. El restaurante cuenta con una carta estacional, que varía según lo que va dando la tierra en las distintas épocas del año. Al no apegarse a los platos, se le abre una oportunidad para la inspiración. Cuando el chef encuentra productos únicos como flores de zapallo, ocras o tomates negros, explora recetas nuevas e intenta sorprender a los clientes. Es un menú fresco y cambiante.
Sin embargo, Soca cree que la mayoría del público todavía no aprecia esta devoción por la calidad del ingrediente. Aunque cada vez son más los que sí lo hacen, el cambio de actitud es lento. De todas formas, para los chefs que tienen esta metodología de trabajo, eso forma parte de una filosofía de cocina y de vida, más allá de que los comensales permanezcan ajenos.
Esta filosofía nació en 1971, cuando Alice Waters, chef y activista, abrió en Berkeley, San Francisco –uno de los epicentros del movimiento hippie- el restaurante Chez Panisse, un lugar para comer bien y hablar de política. Creía en la importancia de los ingredientes y comenzó a generar una relación con los productores locales, hippies que habían dejado sus hogares en los centros urbanos y habían emigrado al campo buscando volver a conectarse con la naturaleza.
De esta manera Waters comenzó a trabajar con los agricultores como si se tratara de un equipo. Era un circuito tan directo que una camioneta del restaurante iba a buscar los cajones de cada productor. Así, la cocina estacional y con productos de calidad pasó a ser característica de Chez Panisse, que se convirtió en un restaurante icónico y modélico para quienes creen en la importancia del ingrediente y de ese tipo de cocina.
Sin embargo, en Montevideo no es tan sencillo trabajar directamente con un productor en una dinámica de dupla- como sí sucedía en Berkeley. Los productores se encuentran alejados del circuito de restaurantes y el ir a la ciudad por un solo chef, no es negocio. De forma natural, el lugar de intercambio se centralizó en el Mercado Modelo, donde algunos agricultores con productos orgánicos vieron un nicho de mercado en los cocineros, con los que crearon alianzas.
El chef de Al Forno, Federico Amándola, se levanta todos los lunes a las seis de la mañana para ir desde su restaurante en Pocitos hasta el Mercado Modelo. En ocasiones también concurre los jueves. Aunque a veces le resulta agotador, no podría concebir que le llevaran las frutas y verduras sin verlas antes. Le parece esencial elegirlas una a una. Ver su color, qué tan firmes están, su aroma y su tamaño. Amándola ya tiene algunos productores identificados, que le proveen distintos ingredientes. Por ejemplo, Orozco es quien le vende los mejores hinojos. “Es importante saber de dónde vienen tus ingredientes, dónde están, qué tipo de agua tienen, qué suelo. Con eso ya vas a saber un montón del producto que vas a usar”, cuenta el cocinero. Una vez que ya confía en un agricultor, es muy probable que vuelva a él.
Para Amándola todo comenzó hace más de diez años, cuando empezó a trabajar en un restaurante donde las hierbas que utilizaban se plantaban en el lugar. Tiempo después, cuando abrió Al Forno, decidió seguir con esa metodología. Con el paso del tiempo fue aprendiendo a identificar cuando los frutos de la tierra tenían químicos agregados, o cuando el animal era alimentado a ración. “Año a año me fui preocupando más y hace diez que preocuparme forma parte de mí. Si no consigo lo que quiero, lo produzco, o consigo alguien que me lo produzca”, cuenta el cocinero. Después de años de trabajar con determinados productores algunos incluso llegan a plantar ciertos productos exclusivamente por encargo del chef. Saben que es un cliente fiel.
En Maldonado, tanto en Punta del Este como en José Ignacio, la situación de los restaurantes es otra. Los cocineros tienen la posibilidad de trabajar directamente con productores, debido -en gran parte- a la cercanía de las áreas cultivables.
Jean Paul Bondeaux llegó a Uruguay hace 35 años y se enamoró de Punta del Este, donde instaló su restaurante La Burgogne. En su niñez en Francia se crió en el campo, donde lo que se plantaba o se criaba era lo que se comía y para él eso era “la real cocina”. Este estilo de preparar los platos es también el que Soca y Amándola intentan trasladar a sus restaurantes. Es una cocina sin intermediarios, sin conservantes, pesticidas ni transgénicos. Bondeaux fue uno de los primeros en Uruguay en creer en la filosofía de cocina impulsada por Waters en San Francisco. Para el francés radicado en Uruguay hay dos premisas que son fundamentales: “Para hacer un buen plato hay que tener mucho amor por la comida” y “buscar a los productores, nada de proveedor”. En sus mesones de alta gastronomía, los ingredientes proceden de agricultores conocidos, de un mercado amigo o de la huerta orgánica de La Bourgogne.
Si se atraviesa el jardín, la sala principal y la ajetreada cocina se puede descubrir el oasis verde y mágico que es la huerta de Bondeaux. De allíprovienen las hierbas y algunas verduras utilizadas en su cocina. Junto con sus hijos, es uno de sus grandes orgullos. Al atardecer en un día húmedo de verano su vergel se inunda de mezcla de aromas donde predomina uno similar al limón, que proviene de un gran cedrón ubicado justo en el medio de los pequeños cultivos. También se puede distinguir orégano, albahaca, ciboulette, té y varias hierbas más.
Entre el verde abrumador se destacan unas flores lila, que luego volverán a llamar la atención en el plato, con la langosta que cocinará Amandine, la hija de Jean Paul. Al probar la preparación se puede sentir cómo el sabor de las hierbas del huerto explotan en el paladar al combinarse con el resto de los elementos. El duro trabajo de los cocineros al cultivar las plantas y buscar los mejores ingredientes da sus frutos cuando tanto la crítica como los clientes lo aclaman, cuando el plato vuelve vacío a la cocina. “Si el plato no vuelve vacío, algo no estaba bien”, sentencia el cocinero francés.
La trazabilidad de los ingredientes, la preocupación y la dedicación del chef por lo natural forma parte de una tendencia mundial, muy afianzada en Europa, América Latina y por supuesto en algunas zonas de Estados Unidos, como Berkeley. Los productos estacionales y orgánicos no son un capricho de los cocineros, responde al querer crear comunidad y a la búsqueda de un mejor sabor, algo que el comensal va a poder valorar a la hora de probar la comida. Todo el trabajo previo se carga de sentido cuando al probar la preparación se puede apreciar lo sabroso de un plato con ingredientes naturales.
Alejandro Morales, chef de La Huella, trabaja casi exclusivamente con productores locales, que le proveen tanto de vegetales y frutas como de pescado y carnes. Según cuenta el cocinero, esta ideología de trabajo forma parte de la esencia de lo que hoy es una las insignias de José Ignacio y uno de los mejores restaurantes de América Latina. Su trabajo por encontrar las mejores materias primas dio sus frutos y elevó lo que comenzó siendo un parador de playa a otro nivel. Es uno de los mesones que ha logrado de forma más acabada el propósito de crear una comunidad, una simbiosis entre los distintos actores.
El pescado lo proveen pescadores locales, salvo cuando la demanda los excede y deben traerlo desde Montevideo. Las almejas son recolectadas de forma artesanal por una pequeña comunidad en La Coronilla. Incluso las aceitunas provienen de José Ignacio. Todo esto surgió cuando Morales, en la temporada baja del restaurante, viajó a Chez Panisse para realizar una pasantía. Quedó cautivado por la experiencia de la relación entre Alice Waters y los productores, lo que lo inspiró en su regreso. Siempre había soñado con esa modalidad de trabajo, pero ahora había visto que era posible.
Cuando volvió comenzó a buscar variedades para plantar, teniendo en cuenta que La Huella podría absorber toda la producción. Con la ayuda de un amigo jardinero reconvertido a la agricultura decidieron montar una huerta y encargaron semillas orgánicas y de genética antigua a Rare Seeds, un semillero en Estados Unidos. Cinco años después, la parcela que ellos comenzaron es “muy vigorosa y muy rara” -como la describe Morales- y un orgullo para ambos.
“El espíritu de La Huella es muy similar al de los restaurantes de San Francisco. Son restaurantes para ir a encontrarse, para que el vínculo se profundice, es la vivencia de los buenos alimentos, disfrutados y entendidos. Le damos mucha importancia a los ingredientes y a su calidad”, explica el cocinero.
El chef de La Huella está tan enamorado de su huerta que uno de sus platos preferidos del restaurante es la ensalada de tomates. Se sienta en una de las mesas con vista al mar y pide la especialidad. Minutos después llega una moza con un cuenco con seis variedades de tomates, aceite de oliva uruguayo, sal marina y pan casero. Nada más.
Los tomates no se parecen en nada a los que se puede encontrar en un supermercado. Tienen formas únicas e imperfectas, su color va del negro al amarillo y tienen sabor y aroma, algo que los transgénicos parecen haber perdido en el camino. Las modificaciones genéticas hechas por los semilleros los volvieron más fuertes, no se machucan, y son muy rentables: una planta transgénica produce casi el doble que una orgánica.
“Yo a esta belleza no debería tocarla. No debería mancillarla con mis cocciones, no necesita más nada. El punto de perfección es este, de la planta al plato”, comenta Morales mientras mira maravillado a los frutos de su huerta. Hace una pausa y se dispone a comer uno de sus tomates.
Mauro Arambarri se crió en Tropezón, Salto, pero empezó a jugar al fútbol en el club Gladiador de la capital del departamento. Tenía ocho años. Después pasó por Sportivo Tropezón, Nacional Fútbol Club y finalmente por la selección departamental sub 15. Esa fue la vidriera que le permitió llegar a Montevideo y jugar en Defensor Sporting. Un volante central de condiciones innegables que demostró todo su potencial en el Sudamericano sub 20 de 2015 en el que fue una de las figuras de la selección uruguaya. A pesar de que se asume que una buena alimentación es fundamental para un deportista de primer nivel, Arambarri no tuvo un nutricionista en Defensor ni en el seleccionado nacional.
Santiago Albín, nutricionista especializado en deporte, dice que los clubes de fútbol no le dan tanta relevancia a la dieta de sus jugadores: “Le dan más importancia en la pretemporada, pero después se olvidan”. Según él, los únicos clubes en el fútbol uruguayo que cuentan con nutricionista son Nacional, Peñarol, Danubio y Liverpool. Hay clubes que llaman en caso de necesitarlo.
Antes de un partido, el plato típico de un futbolista es la pasta, ya que poseen grandes cantidades de carbohidratos que dan energías para todo el partido. “El gran error es que piensan que comiendo pasta ya está. Es todo un proceso de una alimentación adecuada en el que el organismo va adquiriendo las reservas de energía”, explica Albín. Y agrega: “La comida previa al partido es el último eslabón. La pasta no lo soluciona. Pero sí es importante”. A pesar de ser conocido en el ambiente, cuenta que los jugadores juveniles de fútbol lo buscan poco. Y afirma que el futbolista uruguayo no tiene buenos hábitos alimenticios.
Un estudio realizado en 2012 a más de 3 mil jóvenes por médicos de Gol al Futuro, programa nacional para la formación integral del futbolista juvenil a cargo del Ministerio de Turismo y Deporte, mostró que los juveniles de los clubes de primera división del fútbol uruguayo tienen un promedio de 13,51% de grasa corporal. Futbolistas argentinos de la misma edad alcanzan una media del 9,24%. Lo que equivale a decir que, en un partido, los jugadores uruguayos cargan con una mochila de tres kilos más que sus similares de Argentina.
“En Tropezón comía lo que quería”, cuenta Arambarri, que hace dos años se dio cuenta de que podía vivir del fútbol y decidió profesionalizar su alimentación cuando entendió que lo necesitaba. “Antes de ir a nutricionista, me sentía más pesado”, dice, y recuerda que al principio no respetaba la dieta. Cuando arrancó la pretemporada con la Selección fue que encaró el tema con seriedad. “Ahora soy profesional, cambié. Y más hoy que juego en primera y en la Selección”, agrega.
Albín trabaja con muchos deportistas de alto rendimiento y es el nutricionista del Club Malvín, el último campeón de la Liga Uruguaya de Básquetbol. “Mirá qué gordito está, pero sin embargo juega”, cuenta en referencia a lo que escucha en el ambiente del fútbol local. Asegura que hay jugadores, muchos profesionales, que están excedidos de peso. No es lo ideal, pero al ser un deporte en equipo no influye tanto. En los deportes individuales, toda la responsabilidad recae en un solo deportista.
Según el nutricionista, hay dos grandes categorías de deportistas desde la perspectiva de la alimentación: los de deporte en equipo -futbolistas, basquetbolistas, rugbistas- y los de deportes individuales -triatletas, nadadores o remeros- que requieren de una actividad física más intensa. Un futbolista que cuenta con una buena pegada, puede marcar la diferencia aun cuando su estado físico no sea el más destacado. En cambio, en los deportes individuales lo único que hace la diferencia es el físico. Y este se logra con una ardua preparación de cuerpo y mente, y con una dieta acorde a las exigencias de dicho entrenamiento.
También hay una distinción en la cantidad de horas de ejercicio, dependiendo del deporte que se practica. Un jugador de fútbol profesional en Uruguay entrena un promedio de dos horas al día. Un nadador no entrena menos de dos horas y media o tres horas diarias. Y un triatleta –deportista que practica natación, carrera a pie y ciclismo- tiene una exigencia aún mayor.
“Entreno los siete días de la semana de tres a cinco horas por día, a veces tengo medio día libre”, cuenta Juan Manuel Lauro, de 33 años, excampeón nacional de esa disciplina por tres años consecutivos (2009-2011) y representante mundialista de Uruguay. Esa diferencia en el entrenamiento hace que el competidor gaste más o menos energías. Un deportista que pierde más calorías debe consumir una mayor cantidad de alimento para poder compensar la pérdida. La prioridad de los nutrientes es similar, pero el triatleta, por ejemplo, requiere más energías porque entrena más. “Ellos tienen una dieta muy calórica y cargada en carbohidratos. Tienen que consumir alrededor de 3.500 calorías diarias, mientras que los futbolistas consumen un poco más de 2 mil”, aclara Albín.
Esta dieta incluye comidas como pasta, arroz, papa, leguminosas, pan o azúcares refinados. También es recomendable que ingieran algún tipo de suplemento a base de proteínas o carbohidratos. Son polvos que se disuelven con leche descremada o agua. Ejercen como complemento. Albín comenta que un deportista como Lauro debe ingerir cuatro comidas al día, además de cuatro colaciones que pueden ser frutas, jugos, cereales o granola.
Pero la cantidad de calorías o el tipo de alimentos no cuentan solo para el entrenamiento previo, sino que también son vitales a la hora de competir. Una competencia como un “Half” o popularmente conocido como “medio Ironman” -1.900 metros de natación, 90 kilómetros en bicicleta y 21 kilómetros corriendo- puede durar más de cuatro horas. Durante la carrera, los participantes tienen que alimentarse para no perder potencia. “Tomamos geles cada 30 minutos y eso te va manteniendo con energía”, dice Lauro. Estos vienen en pequeñas bolsas y son muy buenos hidratantes, a diferencia de lo que es una comida sólida, la asimilación en su ingesta es más rápida. También pueden comer alguna fruta –banana, naranja-, pero eso depende de cómo se sienta el competidor; y llegan a beber hasta tres litros de agua.
Luego de la carrera, los competidores tienen alrededor de tres días para su recuperación. Lo que necesitan son carbohidratos y proteínas, para la regeneración y descanso del músculo.
El triatleta cuenta que toda su vida hizo deporte, pero al igual que Arambarri, antes no le daba la suficiente importancia a la alimentación. Algo que le causó tres lesiones, porque al no ingerir la cantidad de proteína adecuada, el músculo no lograba regenerarse. Eso le hizo ver que tenía que cambiar los hábitos. “Antes de entrenar me tomaba un yogur y hacía tres o cuatro horas en bicicleta sin darme cuenta de que eso no me rendía para el entrenamiento, además de que le hacía daño a mi cuerpo”, explica. Lauro es entrenador de más de veinte deportistas en el JML-Team -equipo de triatlón-, y hace un año que trabajan con el nutricionista Diego Banacore -exalumno de Albín, a quién tiene como un referente en el tema-. El atleta asegura que el cambio es muy positivo y que eso se siente a la hora de la carrera.
Arambarri y Lauro cumplieron su sueño de vestir la celeste en sus respectivas disciplinas. Si bien Lauro ya está en el tramo final de su carrera y Arambarri recién la comienza, los dos se dieron cuenta de que una buena alimentación era fundamental para lograrlo. Aún más en el caso del triatleta que compite en un deporte totalmente físico. “No hay chance que este tipo de deportista se alimente mal”, asegura Albín. “Si comen mal, no compiten”.